Al principio de la calle descansaba el puesto ambulante, con unos grandes rótulos de bombillas rojas con demasiados años a sus espaldas. Cada año, los mismos días, en el mismo sitio, repitiendo lo mismo: »churros». La luz que emitían era una aureola que caía sobre un altar de azúcar y polvo, que a su vez era un mostrador. Contra él, había tanta gente aplastada que el churrero se creía emperador. En la trastienda se apilaban las cajas sobre un generador de gasolina, olor a aceite quemado y a chocolate.

Avanzando por la penumbra de aquella noche de verano, los pies se deslizaban sobre un suelo plagado de quintos vacíos, papeles y huesos de oliva. Las luces de colores sobrevolaban el cielo de la calle, donde se dirigían las miradas. Mi mirada, en aquel interminable río eléctrico que pendía sobre mi cabeza.

A mitad de la calle habían mesas sobre caballetes y cientos de vasos de plástico abandonados a su suerte. Unos con posos de vino, otros de café y anís y algunos de colillas apuradas. Estaban en las carpas, donde habían risas, sobresaltos y millares de improperios.

Cada escalón era una grada, cada ventana una atalaya y las aceras eran butacas imperecederas. En los portales, junto a los telefonillos, los jóvenes daban sus primeros pasos en el amor, con el miedo en el pecho y escondiendo pitillos en la goma de los calzoncillos.

Los niños iban en manada, embriagados por el dulce aroma de las nubes de azúcar que levantaban victoriosos en sus manos. Entonaban la danza de la libertad y corrían de un lado a otro. Detrás, también sus madres, casi en posición de plegaria y con una rebeca en la mano. Sus advertencias luchaban contra la ley de la gravedad y de lo inevitable.

Al final de la calle, un hombre centenario sentado en un sillón orejero. Miraba.

Por lo que a mi respecta, creí haberlo visto todo en aquel instante y me dirigí hacia la vida adulta, donde comprimido en septiembre, a veces me encuentro en aquellas luces fragmentos de mi infancia.

– Cada escalón era una grada….

– Los portales eran nidos de amor

– Las luces de colores sobrevolaban el cielo de la calle.

Texto del Fotorelato: Adrián Riquelme

Fotografía: Cristina Jódar

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Sobre el autor

Adrián Riquelme es un músico, compositor y arquitecto murciano. Realizó sus estudios de arquitectura en Valencia, donde, junto a Ramón Gómez y Victor Jaouen fundó el grupo musical Odry, con el que seguiría una trayectoria ascendente hasta su marcha a Italia. Durante su estancia en Turín y Roma, estudió para especializarse en Restauración y Patrimonio Arquitectónico. Posteriormente, marcha a Holanda para ejercer profesionalmente como arquitecto, en el estudio internacional Search. El hecho de conseguir trabajo en el estudio de Clavel Arquitectos, le permite regresar e Murcia, y comenzar un nuevo proyecto musical en solitario, como Claim.

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