Por una marinera en la Plaza de las Flores…

… lo que yo daría.

Nunca me he considerado muy murciana. Es decir, no soy “pimentonera”, ni me gusta el Bando de la Huerta, y hay veces en las que hablando con algún murciano echo en falta que tenga subtítulos. Pero nací aquí, y también mi familia y mis antepasados, y como dijo García Márquez, uno no es de ninguna parte hasta que no tiene un muerto bajo tierra. Mis muertos y mis vivos están en esta tierra.

Ahora estoy viajando y estudiando en Inglaterra, y todo indica que voy a tardar en volver. Y de verdad, quiero volver. No para ayudar a levantar el país cuando la tormenta arrecie, sino por la comida. Cualquier murciano en el extranjero les dirá lo mucho que se echa en falta la comida. Incluso probando a cocinar las recetas de mi madre, la comida aquí no sabe igual.

Cuando me desperté por primera vez en una ciudad del extranjero, me sentía como Gregor Samsa. Al final te acostumbras, haces amigos y, dependiendo del ratio de edad, puedes comprobar cómo los españoles en el extranjero entre 18 y 22 años van juntos a todos lados como animales gregarios, mientras los que están más cerca de la treintena evitan a toda costa el contacto con otros españoles (“No, no, que ya sé luego lo que pasa”). También los hay rondando los cuarenta que viven un eterno Erasmus, en lugar de afrontar lo que sea que tengan que afrontar en la vida. En fin, que si hicieran un Españoles por el mundo realmente honesto y sacando historias jodidas, de ahí iba a salir mucha mierda.

Muchas veces me pregunto qué significa ser de Murcia. Tengo amigos de diferentes zonas de la Península y de otros países, y creo que empecé a sentirme verdaderamente murciana cuando viví en el extranjero por primera vez.

Estaba en Noruega tomando un vino horrible con un grupo de manchegos, vascos, andaluces, madrileños y valencianos. En ese tipo de reuniones se aprende más de tu país que en el colegio. Siempre me decían: “No tienes acento de Murcia”. Y yo les preguntaba que cómo es para ellos el acento de Murcia, y enseguida corrían a buscar un smartphone o un portátil para enseñarme la parodia de Muchachada Nui. En Noruega estudié, casi por un (afortunado) error de convalidaciones, una asignatura sobre políticas de la Unión Europea que me valió para entender cómo funcionan muchas cosas de mi hogar. Por ejemplo, por qué cuesta tanto tiempo, esfuerzo y trabajo llevar una idea (un cambio, una propuesta, una mejora para la vida) a los despachos de Bruselas y la cantidad de circunstancias que tienen que darse para que esa idea vuelva convertida en acción. Y que estas cosas te las expliquen profesores y politólogos de un país que no pertenece, ni quiere pertenecer a la UE, te da otra perspectiva. Discutir sobre lo que aprendes con otros españoles también ayuda. Y nos ven exactamente así, como paletos agricultores jodidos por las resoluciones de la Unión Europea, paletos que llevan décadas votando a los mismos tiparracos que destrozan su cultura.

Porque tenemos cultura, y mucha. El otro día estaba en una clase de arqueología, estudiando la cultura del Argar. (Si no saben lo que es, hagan el favor de leer el artículo en Wikipedia y lleven a los niños de excursión a la Bastida de Totana, que ya quisieran los británicos tener esto en su tierra). Es cosa seria que las grandes mentes de la arqueología hayan estudiado esta cultura, que algo que sucedió en nuestra casa hace más de cuatro milenios, siga generando debate en la comunidad científica. Es aún más serio los pocos murcianos que se preocupan en saber lo que es el Argar. Mi profesor me preguntó en esa clase que cómo ha evolucionado la investigación arqueológica en mi país, y en Murcia, desde que no vivimos en el franquismo. Telita con la pregunta, imaginen la cara que se me quedó. Le contesté que tenemos a grandes profesionales estudiando nuestro pasado arqueológico, muy bien formados y muy trabajadores, pero las personas que tienen el poder económico de hacer avanzar o trabar la investigación pertenecen a otra generación, heredera de ideales franquistas. Hace falta que pase el tiempo y que esa generación, principal lastre en cualquier avance científico que intentemos hacer, deje paso de una vez a la (mal llamada) generación perdida. Mi profesor alabó a los investigadores españoles que ha conocido a lo largo de su carrera, como buen gentleman inglés que viaja y mantiene una mente abierta al tratar con otras culturas.

Murcia-2

Te das cuenta de que eres murciano cuando sales fuera y le intentas explicar a tus amigos de Seattle y Nueva York lo que es un paparajote, o que los capirotes de Semana Santa no tienen nada que ver con el Ku Klux Klan, o por qué el color verde es más verde en Murcia. Será la latitud, la forma en que los rayos solares inciden en la inclinación del eje terrestre o qué sé yo, pregúntenle a un físico. Lo único que sé es que echo de menos la luz de Murcia.

“Nada puede asombrar a un norteamericano”. Esto lo dejó por escrito Julio Verne, seguramente porque nunca tuvo la ocasión de juntar a un murciano y a un norteamericano en la misma sala. Bien, yo he tenido ese privilegio, y en cuanto les hablas un poquito de tu tierra, les das a probar una tapa de zarangollo y les enseñas un par de fotos de tus amigas, les falta tiempo para preguntar cuánto cuesta vivir modestamente un mes en Murcia, e incluso preguntan si tienes alguna amiga que se quiera casar con ellos para tener la doble nacionalidad.

A los británicos todo esto les llama menos la atención, a no ser que hayan veraneado alguna vez en La Manga. En general, es una sociedad muy clasista, aunque sólo sea en apariencia. Si te invitan a uno de esos bailes de película, puedes conseguir un vestido de gala por 15 libras en H&M y pretender que eres Cenicienta. Les encanta ser fancy, curiosa palabra que dependiendo del contexto puede significar “lujoso”, “imaginativo”, “capricho”, “quimera” o “fantástico”. La cultura británica, al igual que su lenguaje, está llena de dobles significados. Les gusta probar los límites del sentido del humor de otras personas con comentarios sarcásticos, pero cuídate mucho de responder con una broma hacia ellos, porque no somos iguales, aunque estemos aquí en el pub tomándonos una pinta bajo la severa fotografía de Winston Churchill y su ceño fruncido. No te confundas, no es lo mismo que tomar una caña con tus colegas en el Jesuso. Y te encoges de hombros y te bebes tu pinta en silencio, para no cagarla con algún doble sentido, y superas el shock cultural cuando entiendes lo que significa La importancia de llamarse Ernesto para los británicos. No han cambiado mucho desde entonces.

Se supone que soy afortunada. Estudio lo que me apasiona en una de las ciudades más cosmopolitas del mundo, he trabajado mucho para poder estar aquí y ahora tengo que trabajar como nunca en mi vida para derribar tópicos y estereotipos que se nos asignan a los españoles. Pero, con todo y con eso, tengo murria. Y ahora mismo mataría por tomarme una agüica de Espinardo con una marinera en la Plaza de las Flores.

Por Rocío Mayol

Fotos de Lola Salinas

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Sobre el autor

(Murcia, 1990), es licenciada en Historia y actualmente realiza un posgrado en Arqueología del Mediterráneo. Escritora, arqueóloga, viajera, ganadora y finalista de diversos concursos literarios, entre otros, el II Certamen Internacional Jordi Sierra i Fabra o el VI Certamen Literario Ana Mª Aparicio Pardo.

Una respuesta a Por una marinera en la Plaza de las Flores…

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